jueves, 19 de julio de 2007

Ricardo Marcángeli, como Maestro de la Pintura

Con la fina sensibilidad de su vasta cultura, Marcángeli supo abrevar de fuentes apropiadas para ejercer su labor de Artista con Mayúscula, de Gran Maestro de la Pintura.

Por eso no le fueron ajenos a su intuición Paul Cézanne, Pierre Bonnard, los macchiaioli, y más aquí, Raúl Russo, Figari y el constructivista Joaquín Torres García.

Dibujo, acuarela, pastel, óleo…

En cada técnica descolla con su impulso creador, con esa vehemente impronta itálica de energía transformada en sublime arte.

Pintor de consumado oficio, docente de raza, Marcángeli rompe esquemas perimidos, abre y señala nuevos caminos, despierta vocaciones, y deleita a todos por igual con su obra sólida, magnífica, vital, incomparable.

Luis Alberto Lecuna

Fátima Contreras, Lecuna, Ana, Fernández Balado, Marcángeli
Vernissage en Pueblo Blanco Art Gallery


"Pueblo Blanco" Óleo sobre Tela, 80 x 100, Ricardo Marcángeli


"Construcción" Óleo sobre tela, 80 x 60, Ricardo Marcángeli

Marcángeli, como Maestro de vida

Ricardo Aristodemo Marcángeli fue mi maestro de escuela (profesor en dos asignaturas: Historia y Literatura), pero fundamentalmente fue quien me cambió la vida, quien me abrió la cabeza, quien me introdujo en el camino del arte y la cultura, un ser excepcional, de fuerte carácter, de personalidad avasallante, y un hombre culto como pocos.
En los Juegos Florales que él promovía en nuestro colegio, participé por primera vez en un concurso de pintura al aire libre, en la Banquina de Pescadores de Mar del Plata.
Como no tenía los utensilios necesarios para mezclar los colores, lo hice directamente sobre el piso de cemento. Cuando ya estaba avanzada mi "ópera prima", escucho detrás mío la voz de Marcángeli que me dice: "-Yo te vaticinio... No, mejor no te digo nada.", dejándome solo, con el cuadro a medio terminar y con la intriga recién iniciada.
Mi témpera resultó ganadora del primer premio, y más allá de la alegría que me provocó, significó el inicio de una amistad que superó el marco de las aulas.
El vaticinio era según Ricardo, que reunía las condiciones para comenzar a transitar el camino del arte, cosa que hice, guiado por por sus sabios consejos.
Cuantas veces pude -ya viviendo en Buenos Aires- viajaba a Mar del Plata a ver a mi familia, y a aprovechar las salidas de Marcángeli a Sierra de los Padres o a Santa Clara del Mar, a bocetar, a dibujar, a escuchar sus indicaciones, a disfrutar de sus conocimientos y anécdotas.
Reconozco que si no hubiera sido por él, hubiera abandonado la carrera de Medicina, en un momento de zozobra anímica que tuve. Es que más que maestro, su paternal actitud y sus consejos, contribuyeron firmemente a forjar mi personalidad y a definir mis gustos por la educación y la cultura.
En ese sentido, he sido un hombre afortunado. Tuve excelentes maestros-amigos-padres espirituales, pero entre todos, se destacaron con absolutamente, Ricardo Marcángeli y Jaime Barylko.
Con Ricardo aprendí los secretos del dibujo y de la pintura, tuve la satisfacción de viajar a Europa, y garantizo que ir al Louvre y al Prado con él como guía, fue un regocijo para el espíritu. Juntos incursionamos en la técnica del grabado, y lamentablemente para el Betto-artista, el Betto-educador fue absorbiendo mi tiempo, postergando indefinidamente mi camino en el arte. Otro tanto me pasó con la escultura, oficio que amo profundamente. Pablo de Robertis me enseñó con generosidad la técnica del cemento directo, Ponciano Cárdenas la del trabajo en arcilla y el Betto-escultor tuvo un período de actividad que también fue frenado por el Betto-educador.
También me introdujo en el mundo de las letras, despertando mi pasión por la Literatura, a partir de Borges, de Bradbury, y de tantos otros escritores. En esos mismo juegos florales que él creó para el coelgio Don Bosco de Mar del Plata, participé y gané el Concurso de ensayo Histórico, y saqué el Segundo premio de Poesía.
La vida es el tránsito por caminos que se bifurcan continuamente y exigen constantes decisiones que nos hacer definir un rumbo. Por eso siempre me quedará la intriga de cómo hubiera sido mi vida si me hubiera dedicado de lleno al arte y la literatura, y hubiera disfrutado mucho más de la presencia y la amistad del gran Ricardo Marcángeli...


Marcángeli junto a una de sus obras

Con Fátima, en el tren de Basel a Milan


Tomando apuntes en un bar de París


Ana y Ricardo en la tradicional ceremonia
de arrojar la moneda en la romántica Fontana de Trevi.

Nótese que se ve la moneda en el brazo derecho del Dios Neptuno!

sábado, 29 de julio de 2006

Un sentido artículo de otro exalumno de Ricardo

Revelaciones de invierno

Por Juan Sasturain

Fue una mañana de invierno, un lunes como hoy pero del alevoso y helado julio de 1959, hace exactamente cincuenta años: yo tenía trece, iba a cumplir catorce en unos días y cursaba primer año en el Don Bosco de Mar del Plata, apenas uno de los 45 granujientos, incipientes varones de Primero A. Para eso iba en bici cada mañana pedaleando Avenida Luro arriba, treinta y pico de cuadras. Tras la diaria misa entre bostezos nos cagábamos religiosamente de frío hasta el mediodía en esas aulas grandes, altas, con pupitres oscuros y ventanales que daban al patio de cemento en que –cada recreo– jugábamos al fútbol de timbre a timbre, transpirando como salvajes con pulóver y gabán.
Esa mañana de hace medio siglo, el Pelado Marcángeli –que nos daba Castellano e Historia sucesivamente en las primeras horas– llegó y sin decir nada ni comentar el triunfo de Independiente se puso a escribir en el pizarrón con letra clara algo que leía en el diario que había traído de su casa. Era un poema, un soneto más precisamente: “A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell”.
–Copien –dijo el Pelado.
Y fue desplegando de arriba abajo los catorce versos endecasílabos en los correspondientes dos cuartetos y dos tercetos. Al final, a la derecha, escribió el nombre del autor: Jorge Luis Borges.
Nosotros no sabíamos qué era una efigie, cómo se reconocía un soneto y menos aún quiénes eran Cromwell o Borges. No sabíamos nada, en realidad; y hacía frío:
“No rendirán de Marte las murallas / a éste que salmos del Señor inspiran. / Desde otra luz, desde otro siglo, miran / los ojos, que miraron las batallas” ya leía, ya nos hacía leer el Pelado en voz alta y con fervor.
Hiatos y sinalefas mediantes, llegamos a reconocer las once rítmicas sílabas de cada verso; descubrimos las consonancias abba de la rima y sin transición nos trasladamos en el segundo cuarteto: “La mano está en los hierros de la espada. / Por la verde región anda la guerra; / detrás de la penumbra está Inglaterra, / y el caballo y la gloria y tu jornada”. Y fue como quien pasa al segundo vagón de un tren en movimiento para verificar que el esquema del primero se repetía tal cual.
–Vamos ahora a los tercetos –dijo el Pelado.
“Capitán, los afanes son engaños, / vano el arnés y vana la porfía / del hombre, cuyo término es un día”, recitó Marcángeli. Caminando entre los bancos, releyó los tres versos, hizo la pausa justa para mostrar el encabalgamiento, resaltó el cdc de la rima y después siguió ya cuesta abajo, sin detenerse hasta el final: “Todo ha acabado hace ya muchos años. / El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado; / estás, como nosotros, condenado”.
Punto y silencio unánime.
–¿Qué les pareció?
En principio no nos parecía nada. No se entendía demasiado, éramos pendejos y nuestras lecturas habituales no iban más allá del Hora Cero para ver cómo seguía El Eternauta y de El Gráfico para que nos contaran los goles de Yaya Rodríguez y Senés que escuchábamos por radio. Además teníamos frío. Pero, sin embargo, el Pelado comenzó a hablar y algo pasó, algo (nos) empezó a pasar esa mañana, un lunes como este lunes de hoy, tan frío, hace cincuenta años exactos.
Simplemente nos había alcanzado la literatura. Y eso que pasaba entre versos –apenas intuido, deslumbrante, pero apenas comprendido del todo por falta de vida y experiencia– no era otra cosa que la poesía.
Puedo recitar desde entonces “A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell” de memoria. Debe ser el único poema de Borges que recuerdo así, entero y cadencioso. Incluso estoy seguro de reconstruir no la exégesis puntual del soneto deslumbrante –el profe lo había leído el día anterior en el suplemento literario de La Nación, el rotograbado que salía impreso en sepia el domingo, y nos lo trajo–, pero sí el fervor de la explicación, la pasión transmitida.
Al consultar los datos me doy cuenta de que Ricardo Marcángeli, el inolvidable maestro que me enseñó a leer, era del ’29, tenía en aquel momento nada más que treinta años. Parecía más grande. La calva precoz y nuestra mirada casi infantil nos engañaban. Severo y jodón a la vez, al Pelado le encantaba la Historia y contar goles de Erico; nos prestaba libros, compartía con nosotros los resultados del domingo y el tedio de la lectura obligatoria de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma y la Marianela de Galdós en las ediciones de Troquel. Pero sobre todo nos quería.
Cinco años después, cuando ya estudiaba Letras en Buenos Aires, había regalado mi colección de historietas y veía a Boca en la Bombonera, seguía pendejo pero menos, me compré El hacedor –que es de 1960 y uno de los libros que más me gustan de Borges– y me volví a encontrar con la efigie del capitán, la certeza de que “los afanes son engaños”, que es vana “la porfía del hombre, cuyo término es un día” y que estamos –como él– condenados. Desde entonces me pasa cada vez, y es como la primera.
Ricardo Marcángeli, por aquellos mismos años en que nos daba clase y letra como quien reparte comida caliente o besos, empezó a pintar y a eso se dedicó con talento durante décadas. Se murió en 2006 en Mar del Plata, dejó alrededor muchos amigos y también –más lejos– muchos pibes grandes como yo, agradecidos para siempre por aquellas revelaciones de una mañana de invierno.

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